A propósito del Día Mundial del Medio Ambiente

Columna invitada

Opinión por Elizabeth Pérez Trigo

Casi por casualidad (como todo lo que ocurre en la vida), desde hace algunos años el tema del cuidado del medio ambiente ha estado presente en mi cotidianeidad, ya sea por motivos de trabajo o por una serie de documentales deprimentes que llegan hasta mi pantalla. En cualquier caso, los datos sobre la contaminación, el cambio climático y el pésimo o nulo manejo de desechos alrededor del mundo son cada vez más alarmantes. Si bien no pretendo llenar estas páginas de números que no nos digan nada, no está de más mencionar un ejemplo: la ONU estima que cada año se producen más de 400 millones de toneladas de plásticos (cantidad que ni siquiera podemos imaginar), de los cuales, al menos 50% son productos de un solo uso.

Debido a lo anterior (entre otras cosas), no han faltado organismos internacionales que año con año promueven cambios, demandan soluciones a los gobiernos e intentan recordarle a la población la gravedad del problema. En este sentido, la Organización de las Naciones Unidas estableció, hace años, el 5 de junio como Día Mundial del Medio Ambiente. Hoy, esta fecha conmemorativa se centra en la búsqueda de soluciones para el problema de la contaminación por plásticos. Para ello, se ha puesto como ejemplo el caso de Costa de Marfil, país africano en el que, desde 2014, está prohibido el uso de bolsas plásticas y se inició la transición a envases y embalajes hechos con materiales reutilizables.

Pero, ¿cómo llegamos a esto? No todo pasado fue mejor. El auge de lo desechable a finales del siglo pasado, el ritmo de vida acelerado que demanda todo nuestro tiempo y la economía de consumo inmediato y efímero han provocado una acumulación de basura, desechos que son muy fáciles de producir, pero que nadie sabe (ni le interesa) cómo procesar correctamente. Todo ello aunado a la reciente pandemia que, incluso, aumentó la cantidad de insumos médicos desechados (como cubrebocas, guantes, pijamas quirúrgicosy un largo etcétera) y nos hizo perder el poco avance que teníamos respecto al manejo de la basura.

Ahora bien, si nada de lo antes dicho es culpa de la población, sino que es resultado del sistema en el que estamos inmersos, podríamos preguntarnos: ¿por qué este asunto nos ocupa como individuos y por qué debería importarnos? Tal vez esta última es la pregunta más difícil de responder. ¿Por qué debería de importarnos? Quizás por la razón más egoísta: porque nos afecta. Queramos o no, nos demos cuenta o no, la contaminación en todas sus vertientes es un problema que nos afecta directamente; el ejemplo más claro es el calentamiento global, el cambio climático que cada vez es más evidente: en las altas temperaturas, en los largos periodos de sequías, en la intensidad de los fenómenos meteorológicos.

El aumento de la temperatura en todo el mundo (y más en ciudades como esta en la que vivimos) no se solucionará con encender el aire acondicionado, así como la basura no desaparece cuando se va de nuestra casa en una bolsa de plástico. Por el contrario, estos actos cotidianos que parecen inocuos cuando solo yo los hago, se vuelven relevantes cuando 126 millones de personas los realizan. 

¿Qué podemos hacer nosotros desde nuestra rutina? No pocas veces he escuchado que de nada sirve lo que una persona haga mientras algún millonario insensato vuela al espacio, entre otros ejemplos. Y es verdad, según un estudio del Instituto del Medio Ambiente de Estocolmo, el 1% de la población más rica contamina el doble que el 50% de la población más pobre, aun así, ¿eso nos exime de nuestra responsabilidad? Al menos sabemos que no nos libra de los efectos causados. No pretendo incentivar a la gente a cambiar por completo su modo de vida, uno que, además, está adecuado a las necesidades provocadas por el sistema, pero sí espero (tal vez ilusamente) generar una conciencia sobre la gravedad de este problema, un problema que es de todos y que, aunque no lo queramos ver, se hace cada vez más presente. 

Es un lugar común decir que algunas prácticas están a nuestro alcance, como el reciclaje o hacer composta con los desechos orgánicos. Pero también, considero, debemos hacer uso de nuestro poder como masa para ejercer presión sobre los gobernantes y demandar los recursos necesarios para una mejor gestión de los desechos: la difusión de centros de reciclaje para todos los materiales (cartón, pet, aluminio, vidrio); procesamiento adecuado de medicinas y basura electrónica; la legislación de normas que regulen y limiten la fabricación de productos de un solo uso; la enseñanza práctica del cuidado del medio ambiente desde la educación básica; la regulación de medios de transporte (públicos y privados) que contaminan. 

Si no podemos controlar lo que se produce, sí podemos controlar lo que consumimos. Reducir (o mejor aún, eliminar) nuestro consumo de botellas de plástico, de bolsas metálicas de papas, galletas y pastelitos; evitar asistir a restaurantes o cafeterías que solo utilicen desechables; preferir los productos cuyo empaque sea reciclable sobre aquellos que no lo son. Con nuestras decisiones de consumo, en conjunto, podemos influir en las decisiones de producción de las marcas, no por nada son cada vez más populares el shampoo en barra, los cepillos dentales de bambú o el desodorante en botes de vidrio.

Es fácil olvidar, desde nuestra individualidad, el poder colectivo que tenemos. Pero es importante no perder de vista los objetivos que tenemos en común, como sociedad y como parte de este planeta.

Elizabeth Pérez Trigo. Estudió la Licenciatura en Lingüística y Literatura Hispánica en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, y la Maestría en Producción Editorial en la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Actualmente se dedica a la edición, corrección de estilo y enseñanza de la literatura. Es miembro del grupo editorial Hoja suelta.

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