Altamar
Opinión por Julián J. Hernández
Los últimos homicidios demuestran que convivimos con delincuentes muy peligrosos. Pocas veces, por desgracia, se logra capturarlos e imponerles un castigo; muchos andan prófugos y sin visos de remordimiento. ¿Qué debemos hacer con los individuos antisociales? ¿Qué podemos esperar del enemigo público que no reconoce el derecho de los demás y, peor aún, lo destruye?
La magnitud del problema es de 71,072 asesinatos entre 2019 y 2020. Son los peores dos años para un gobierno de que se tenga registro. Podemos leer esta cifra desde el contexto político y obtendremos respuestas claras. Pero, también, veremos respuestas contrarias, diversas, porque en política cada uno defiende su particular interés, su provecho propio.
Lo evidente y real son dos hechos: los asesinatos aumentan, la seguridad falla. ¿Por qué? Antes de llegar a una respuesta, conviene detenerse en el significado de esta situación, en lo que representa para los ciudadanos una crisis así. El gobierno parece ignorar que va perdiendo la lucha simbólica contra el crimen, que su poder se debilita. Cada nuevo homicidio, cada nueva matanza, refuerza el mensaje “Aquí, mando yo”. Se libra así una guerra comunicacional entre autoridades y forajidos. “Todo los aspectos de la cultura pueden estudiarse como contenidos de una actividad semiótica”, afirmó Umberto Eco. Cuánta razón tenía. No se trata, pues, de un simple problema policíaco. “La cultura no es otra cosa que un sistema de significaciones estructuradas”.
En el pasado, la flagelación, la cárcel y la horca eran mensajes de la autoridad a los gobernados: no toleraré la ruptura del orden o de la buena convivencia; el Estado ejercía la coacción para asegurar la paz. Aquello de adoctrinar o reeducar a la gente en las buenas costumbres no parecía interesarle. Presionada por el ascenso de los derechos humanos, la autoridad ablandó el rigor de las penas pero mantuvo su política de proteger la seguridad. Desde entonces, redujo considerablemente el dolor infligido a los condenados.
Pero los delincuentes parecen reaccionar de diferente manera a estos dos estímulos, el castigo y la redención, como si los sometieran a pruebas en el laboratorio del psicólogo Skinner. Cuando la ley es severa, atemperan su conducta.
El hombre es el lobo del hombre
Fue Rudolph Giuliani el alcalde que rescató las calles de Nueva York de carteristas y malvivientes. Antes de su administración, la gran ciudad se hundía en el caos: paredes con grafiti, pandilleros en las esquinas, droga en la calle. De noche, nadie salía de casa.
El jefe municipal impuso el programa “Ventanas rotas” y, sobre todo, “Tolerancia cero”. Con el primero, el ayuntamiento promovía la reparación de edificios dañados, los pintaba, reemplazaba cristales rotos y les devolvía la buena apariencia. Con el segundo, arrestaba a los individuos por la menor infracción, como orinar en público, beber en la calle o escandalizar.
Con “Ventanas rotas”, la gente entendía el beneficio de vivir en un ambiente ordenado. Desarreglarlo era perjudicarse a sí mismo. Con “Tolerancia cero”, Giuliani fue, en cambio, lapidario: “Si odias el encierro, pórtate bien”.
En una Nueva York decadente, la mano de hierro del alcalde incrementó las detenciones hasta 70 por ciento. Se esperaba una carrera ad infinitum entre crímenes y arrestos. Algunos teóricos sostenían que “Tolerancia cero” no atacaba la raíz de la inseguridad. Pero sus predicciones fallaron: después de los correctivos, los robos disminuyeron entre 2.7 y 3.2 por ciento; los asaltos, 5.9 por ciento. También bajaron los homicidios, 4 por ciento, y el robo de vehículos, 5.1.
Para equilibrar la influencia de las ideas de Giuliani, algunos investigadores afirmaron que la reducción de los delitos era también consecuencia de una disminución del desempleo, de 39 por ciento. También dijeron que el aumento al salario influía en este comportamiento; se calculó una quita de 2.2 por ciento en el número de asaltos por cada punto porcentual agregado al poder adquisitivo.
Al final, la pacificación de la Gran Manzana se consiguió por la combinación de medidas sociales, económicas y, sobre todo, políticas. Una sociedad golpeada por la violencia vuelve los ojos a la autoridad. A ésta le toca manifestar su intención de servir, de vencer a los delincuentes, como hizo Giuliani.
¿Creía el alcalde de Nueva York en la redención del criminal, en el arrepentimiento de los asesinos? Si se lo planteó, ignoramos su respuesta. Se entrevé, mirando en la historia, una vieja idea que recorre el pensamiento inglés en los grandes temas de la filosofía y la política: no existe la bondad innata.
Creadora de grandes inventos, de ideas fundamentales para la humanidad, Inglaterra parece caracterizarse por su escepticismo y su desconfianza a los idealismos de toda índole; su figura principal fue Thomas Hobbes. Éste pensaba que la paz sólo podía provenir de un estado nacional, centralista y de amplios poderes. Siendo creyente, nunca propuso dejar en Dios o la Providencia tan precioso bien.
La seguridad, entonces, era un asunto de Estado, no un problema moral. La razón para construir un orden fuerte, según Hobbes, era que el hombre, en estado natural (sin ley), se rige por el miedo y el egoísmo; esto deviene en “la guerra de todos contra todos”.
En ausencia de ley, de juez y de castigo, el hombre es un depredador. De ahí la frase “el hombre es el lobo del hombre” (homo homini lupus). En cierta medida, 300 años más tarde, las ideas de Hobbes salvaron a Nueva York.
Abrazos, no balazos
Cansados de la violencia de los últimos sexenios, los mexicanos eligieron en 2018 un gobierno de izquierda. Buscaban también combatir la corrupción y la desigualdad. Votaron bajo una lógica correcta: si pierden el PRI y al PAN, se acaba el problema. Sin embargo, las expectativas fallaron.
Parece, incluso, que el nuevo gobierno vegeta o está dormido. Además de los 70 mil asesinatos de los dos primeros años, en 2021 han ultimado a 34 candidatos o aspirantes a cargos de elección. Y todo va en aumento: súmense 48 feminicidios en los primeros cuatro meses.
Las voces de familias y activistas, con razón, claman justicia. Es aquí donde el presidente Andrés Manuel López Obrador deja atónitos a muchos con su respuesta.
“En la medida en que tengamos una sociedad más justa, más igualitaria, más fraterna, con valores, en la que el individualismo no sea lo que prevalezca sino el amor al prójimo, que haya mucho cariño, que no haya odios, así vamos a ir enfrentando todos los desafíos”.
Meses antes, en la celebración del Grito de Independencia, lanzó un insólito “Viva el amor al prójimo”, contra toda tradición histórica y política.
Pero su propuesta es profundamente cuestionables; ya lo era la de Giuliani (y más atrás, la de Hobbes), salvo que estas últimas llevan años de prueba y han dado algunas soluciones. ¿Detendrá el amor al prójimo o el “mucho cariño” la mano asesina? ¿Cuánto tiempo se requiere para disminuir la violencia con la enseñanza de valores? ¿Cómo se crea una sociedad fraterna, una hermandad sin odios ni peleas o, de plano, dónde la ha habido?
Sin decirlo, parece que el Presidente cree en la bondad innata de las personas, en la idea del amor universal. Es agradable de imaginar pero, ¿es realizable? Quizás es el primer gobernante que busca resolver con una doctrina lo que otros consiguen con la fuerza y la inteligencia.
Nadie, de los 20 miembros de su gabinete, la ha defendido todavía.