Altamar
Por Julián J. Hernández
Monterrey.- ¿Para qué sirve el dinero? Si lo pregunto no es por entrar en el juego de “A tiempos idiotas, preguntas idiotas”, sino para comprender lo que está pasando en Nuevo León.
Ahí, justamente, experimenté una primera respuesta hace varios años.
Éramos seis o siete periodistas dedicados a la información económica; algunos estaban más especializados en temas financieros. Uno de ellos era estadounidense, corresponsal de la agencia AP, y hablaba en correcto español; todos, jóvenes, con estudios universitarios, con acceso a servicios y a la cultura. Todos, salvo yo, eran regios. Conversábamos amenamente en el salón ejecutivo de un hotel de Monterrey, al final de un evento empresarial.
A los pocos minutos, uno de ellos dijo que acababa de comprar una casa. Bien, se le felicitó, se le desearon parabienes, y pensé que ahí terminaba el asunto. Pero otro preguntó con vivo interés “¿Y dónde está la casa?” (en qué zona de la ciudad). Se le respondió, y a partir de ahí la charla derivó en un duelo de realizaciones. “Yo compré la mía en Cumbres”, “Tengo dos años viviendo en San Jerónimo”, “A mí nadie me saca del Contry”. Parecía que ningún interlocutor quería quedarse atrás. Eran cuatro o cinco jóvenes preparados, pensantes, metidos, al parecer, en problemas de autoafirmación. Como el pitbull que cierra sus mandíbulas una sola vez y no las abre más, así retenían el tema de conversación. Una de las cuestiones dirimidas aquella tarde fue esta: “¿Cuántos metros de largo tiene el frente de tu casa?”.
Ninguna película, ningún libro, ningún disco de música, ni una visita a algún pueblo, nadie rozó estos temas. Comprar, tener, ampliar, en eso se nos fue la tarde. Aquellos jóvenes de formación universitaria y genio despierto revelaban un sentido de la vida de gente vieja y rezagada. No parecían hallarle un deleite, un sabor; menos, comunicar el placer de vivir. Más bien, dudaban de estas nociones “Vivir no es un placer: el placer cuesta, y si cuesta caro, mejor”.
Desde luego, nadie puede salir de paseo o hacer una compra sin tener ahorros. Personalmente, prefiero andar cada mañana con algo de metálico en los bolsillos. Pero esa necesidad de monetario no determina el grado de felicidad o salud emocional de la gente; o más bien, de cierta gente. Hay personas realizadas, plenas, preparadas, que disfrutan de la vida como si viajaran a una tierra ignota, a veces horrible, a veces encantadora, pero siempre nueva. En cada experiencia hallan una emoción única y tratan de compartirlo con alguien. Hablan de una canción, de una historia o de un escritor como si su vida dependiera de ello o, mejor dicho, como si la vida valiera la pena por ello. Y el dinero, ¿qué lugar ocupa en estas existencias? El de las cosas indispensables pero prosaicas, como el papel sanitario, el talco o la credencial de elector: hay que tenerlo sin presumir de ello.
En aquel salón de un hotel de Monterrey, el poder adquisitivo era más relevante que la experiencia de vivir. Enfocados en el dinero y en aquello que representara un valor material, mis compañeros llevaban vidas aburridas, cansinas, cerradas. Las nuevas ideas sobre política, arte o sociedad pasaban sin detenerse por encima de sus cabezas como pájaros en vuelo. Pero no eran tontos ni pusilánimes. Al contrario: en su profesión, competían con los mejores, ganaban bien y ostentaban su prosperidad.
De entonces a acá, parece haber crecido el fetichismo de la riqueza y el lujo en Nuevo León, a despecho de cualquier otro talento o actividad humanista. Una mayoría de este lugar acepta que se ovacione a los más ricos por llegar a serlo; hasta los pobres se agregan a esta adulación. En esto se parece, de algún modo, a Texas, Estados Unidos, donde los magnates se recrean en exhibir sus mansiones, autos y ranchos; es una costumbre bien vista. ¿Por qué se ha de callar el éxito económico? ¿No se viene al mundo a ganar? En Nuevo León piensan así, pero en otras partes del mundo difieren por completo. Para los suecos, por ejemplo, hablar de su salario o su riqueza es casi un tabú, un tema prohibido. Ellos lo describen como “muy incómodo”.
Una periodista de la BBC viajó a Suecia a investigar las causas de esta singular timidez, cuando podrían presumir de su alto desarrollo. Entre las respuestas que obtuvo de ejecutivos y profesionistas hubo un comedido rechazo: “No te voy a contar cuánto gano, no sé por qué debería decírtelo”, “Creo que la gente pensará que estoy presumiendo”. En hombres y mujeres se reflejaba una misma modestia.
Este comportamiento discreto lo llaman ‘Jantelagen’ y funciona como una ética social en los pueblos nórdicos. Pero, ¿qué significa Jantelagen? “Se trata de no ser demasiado llamativo, no presumir innecesariamente, y es una forma de mantener a todos como iguales, al menos en buena parte”. En estos términos lo define Akinmade Åkerström, autora del libro “Lagom: el secreto sueco de vivir bien”.
Que no se confunda este propósito igualitario con la mediocridad o el conformismo: los suecos apuntan alto en su nivel de vida, en su seguridad social; no buscan lo básico sino lo mejor. Pero, alardear de poder económico lo evitarán a toda costa. “En Estados Unidos, cuando hablas de que ganas mucho dinero, la gente te felicita ‘bien hecho, buen trabajo’”, afirma Stina Dahlgren, periodista, “Pero en Suecia, si dices lo mismo, la gente va a pensar que eres un tipo raro. Aquí no se pregunta sobre salarios, no se pregunta sobre dinero”.
Sin embargo, en México se interroga al respecto y, sobre todo, en Nuevo León.
Consciente de ello, del interés de sus paisanos en la riqueza, Samuel García se propuso a sí mismo como un ejemplo de vida, de consumidor implacable, derrochador y materialista, a veces pisando en la vulgaridad. Así lució en la pasada campaña política: un pequeño Donald Trump. Algunos se indignaron por esto, pero la mayoría lo apoyó. Hoy debe su cargo de gobernador, precisamente, a ser rico, joven, elitista, y menos a sus ideas democráticas o a su compromiso con los derechos sociales.
¿Quién dijo que solo existe populismo en la izquierda?